Se abrazó a sí misma, fuerte. Estaba sentada en su silla con ruedas,
frente a su escritorio, con la pantalla del ordenador iluminándole el
rostro. El piso, de alquiler, estaba en silencio, salvo por la música
que salía de su propio ordenador. Su habitación era azul, azul cielo,
detalle que le hizo sonreír cuando entró por vez primera, cuando hacía
tanto calor que sudaba bajo sus frescos pantalones bombachos. Se mordió
el labio, nerviosa. El insomnio y la cafeína no ayudaban demasiado,
pensó distraída mientras cogía la taza de café, café dulce. Añoró el
sabor del café sin azucarar.
Tecleaba sin prisa, como movida por
un hilo invisible, sin pensar siquiera en lo que escribía. El cenicero
estaba vacío a su lado, y se encontró deseando que la habitación oliese a
humo. Sacudió la cabeza, apretando los dientes, y miró la pantalla. Los
textos de él estaban allí, como no. Se preguntaba muy a menudo por qué
se torturaba. No era masoca, eso lo sabía. Pero aún así, seguía
visitando el blog todas las semanas, como un drogadicto buscando
heroína, un placer que la mataba. Vivía pendiente del buzón al llegar de
clase, levantando la tapa con miedo de ver allí la temida carta. Solía
despertarse boqueando, sin respiración, después de cada pesadilla.
Pesadillas que no eran tales, simplemente sueños que se torcían más de
lo debido.
Se vio de repente reflejada en la pantalla. Las gafas
precedían unos ojos abiertos, rojos, asustados. La boca estaba
entreabierta, y una cascada de pelo caía desde el moño medio deshecho.
Las mejillas daban la sensación de estar hundidas, al igual que las
cuencas oculares, remarcando su sensación de drogadicta.
-Se
acabó.- pero su mano vaciló a la hora de cerrar el portátil. Crispó el
puño, con rabia contenida.- Maldita sea. Cómo puedo ser tan imbécil.
Se
levantó, vestida tan solo con unas braguitas y un jersey ancho, y fue
al baño. Se mojó la cara y se miró al espejo. La cara que vio era
bonita, ligeramente maquillada, y los ojos que le devolvían la mirada
eran expresivos e inocentes. Apoyó la frente en el espejo.
-Tengo que parar. Tengo que echarle de mi vida. Tomé la decisión, como puedo ser tan débil..
Se
dejó resbalar por la pared. El baño estaba más fresco que su
habitación. Era agradable, pero se obligó a levantar de allí y
encaminarse a su cuarto. Al entrar, no se detuvo ni un momento: cerró el
portátil con la mano abierta, y casi le dolió el suave clic.
Se quitó el jersey, dejándolo en la silla, y se metió en la cama, apagando la luz con el pie.
-Buenas noches, pesadillas.
Horas después, sus ojos seguían abiertos.