miércoles, 30 de junio de 2010

No mires atrás, que ya no estoy =)

Ya no hay miradas que acuchillen el alma, ni olores que me recuerden a nadie cuando pataleo de noche entre mis sábanas, que vuelven a ser tan frías como siempre, acogiendo un solo corazón. Ya no hay noches en el sofá ni un te echo de menos entre la lluvia. Ya no hay susurros que me hagan estremecerme de repente, ni detalles que no puedo borrar, ni marcas que me hagan sonreír entre mechón y mechón. Ya no hay tú, a pesar de que hubiera tanto que no tuviera segundos de vida para vivirlo.

miércoles, 23 de junio de 2010

Que será la última vez.

Sí. Sé de sobra que aún fumas porque crees verle entre el humo que te acuchilla los pulmones. Y recuerdo todo eso de mírale y que es imposible no enamorarse de nuevo. Ambas desconocemos el sabor del último adiós porque ninguna de las dos pudimos creerlo. Y podemos consolarnos escribiendo el alquitrán que rellena nuestro pecho y lo que es aún peor, nuestro corazón. Pero nunca será suficiente. Porque siendo sinceras, jamás encontraremos la frase que lo describa. Aunque "como un polvo sin amor" sea la que más se aproxima.

viernes, 18 de junio de 2010

Aquello.

Observé aquella fotografía y al principio no lo reconocí. Era oscura, y vieja. Su sonrisa pícara, que tantas veces había mostrado a quemarropa rozando el perfil de mi piel, aparecía cortada y entre sombras. Acaricié su rostro. La tinta no hacía justicia a la perfección del negro de sus ojos. Su brazo izquierdo estaba tenso, marcándose cada tendón y cada vena, y resaltaba, retorcida, su vieja cicatriz, aquella por la que tantas tardes pasaba mi dedo, relajada, sintiendo la diferencia en el tacto de la piel. Su nariz, recta, marcaba el finisterre de la foto. Ahí fue cuando despertó el dolor. Agudo. Brutal. Vino a oleadas, y vino a quedarse. Afuera llovía. Repiqueteaba en la ventana. Me encontré echando inconmensurablemente de menos tu presencia. No me era difícil imaginar qué harías. Cerré los ojos, evocando cada momento, torturándome a mí misma. Pero era dulce, el dolor menguaba por unos segundos, unos preciosos segundos en los que mi mente se enajenaba creyendo que estabas conmigo, allí, susurrándome un te quiero al oído, tan falso como todo lo demás. Pero por unos segundos, que para mí eran tan valiosos como podía serlo el oro, volvías a estar allí, recogiendo mis lágrimas con la yema de tu dedo y amándome. Te odio.