martes, 13 de septiembre de 2011

Agua, piscinas, y charcos.

Cuatro mil seiscientos setenta motivos no son suficientes para perdonar un charco, y volver a casa con esa inseguridad que te produce llevar los bajos de los pantalones mojados. Los días obcecados pasan ahora lentos en el calendario, y ella pasa las hojas fingiendo sorpresa, aunque sabe lo que viene después, por haberlo vivido antes. De vez en cuando le preguntan por qué Cien años de soledad ocupa su mesilla, y ella se limita a contestar que la vida es como el sexo, algo cíclico y desafinado, que se repite una y otra vez en distintos gestos pero mismas caras. Los misterios ocupan el blanco de sus ojos, y sabe perfectamente a qué sabe el tembleque de piernas que antecede a pre-querer a alguien. Adora los viajes en autobús casi tanto como los solos de Hendrix. Vive con miedo a la propia vida, a su propia historia, brinda por lo que no están y se deja la saliva en cualquier boca, porque dice que le sobra. La conocí una noche cualquiera, de un año cualquiera, en una ciudad cualquiera, y se que cualquier día su profundo existencialismo la obligará a marcharse, pero mientras tanto, yo, que sólo he sido un temerario conductor suicida, me dejo la piel y los sueños en sus curvas.
Tres pasos para atrás, sí, pero a cambio de dar dos para delante, y girar sobre el ángulo obtuso de su próximo sueño.
Qué sabrán los poetas de musas.