sábado, 21 de enero de 2012

Me gusta porque...

parece que lleváramos juntos toda una vida, y aún así, no deja de sorprenderme. Porque su lado de la cama siempre está caliente aunque fuera esté nevando y no haya calefacción. Porque no le gustan las almohadas blandas, ni las cosquillas, y le cuesta despertarse los domingos cuando no hay que despedirse en la estación de turno, y a veces acaba películas como diciendo "te quiero por encima del polvo que te voy a echar después, que puede esperar", y otras veces le queman las ganas y hace que hasta en la ducha le eche de menos. Okupó todo mi mundo, me cosió las alas, y muchas veces nos hace falta poquito más que la inseguridad y un par de botijos en el bar de la esquina, así, sin más, y paga el que lleva suelto. No tiene los ojos de ningún color y a la vez son de todos, esa capacidad innata que tiene de volar a las tres de la tarde como si fueran las de la mañana, aunque ni él es mi príncipe, ni yo su princesa; porque en este reino sobran coronas, banderas, ejércitos de mariposas desfilando por los estómagos, porque la pasión tiene ley: que sea entre nosotros. Y si cambia la dirección del viento me enciendo un piti y que suene Deltoya, que tenemos cuatro manos para girar el timón del barco.

domingo, 8 de enero de 2012

Le mort.

Aquella casa exudaba el aroma de la muerte. No literalmente, pero tú, lector, me entiendes. Cada esquina suspiraba y gemía, viendo la lenta partida de un alma más. Un nombre más. El mayor problema de ella era que tenía el corazón fuerte. Sí, en su caso era un problema. A su edad y con sus achaques, llevaría tiempo muerta de no ser por su corazón, que se empeñaba en mantenerla viva de una manera u otra. Hay quien en aquellos días decía que era una forma bonita y tranquila de morir, en casa, con sus hijos. No existe tal forma, morir nunca es bonito, ni tranquilo. Morir asusta, aunque quizá asuste más la muerte de otros que la tuya misma. Morir implica enfrentarse a uno de los pocos misterios que probablemente nunca alcancemos a comprender. Yo la veía vagar con esos ojos que miraban sin ver, de un lado a otro, con la desesperación pintada en unas pupilas tan negras como el iris. Tenía miedo, y también podía olerlo. Cuando estaba de pie, apenas aguantaba unos segundos, abrazada como un koala a mí, o a cualquier otra persona que la hubiera ayudado a ello. De vez en cuando nos preguntaba si el corazón aún le latía, o si la sombra del sillón era la muerte. No tía, contestábamos, es tu sobrina. Nos pedía a todos, uno por uno, que rezáramos por ella, y pese a todo yo acababa haciéndolo. Solo por si acaso, por si esta vez me escuchaba. Aunque no me atrevía a pedir más vida para ella, porque no sabía si sería peor. Simplemente pedía que estuviera bien y tranquila.
Lo más curioso de todo fue la rapidez con la que llegó el declive. Una semana antes, ella me decía que fuera a verla a solas, para darme caramelos y criticar a todos esos estúpidos de su alrededor, me decía, sabiendo perfectamente que todos "esos estúpidos" podían oírla. Y entonces, cuando la veía pedirnos que la lleváramos a la cama, y al decirla que no se inventaba otra excusa renovada y aún mejor, yo sabía que no estaba loca. Que sabía lo que decía, que era tan lista como siempre. Y que precisamente por ello estaba aterrada, como un niño ante un precipicio.