Aquella casa exudaba el aroma de la muerte. No literalmente, pero tú,
lector, me entiendes. Cada esquina suspiraba y gemía, viendo la lenta
partida de un alma más. Un nombre más. El mayor problema de ella era que
tenía el corazón fuerte. Sí, en su caso era un problema. A su edad y
con sus achaques, llevaría tiempo muerta de no ser por su corazón, que
se empeñaba en mantenerla viva de una manera u otra. Hay quien en
aquellos días decía que era una forma bonita y tranquila de morir, en
casa, con sus hijos. No existe tal forma, morir nunca es bonito, ni
tranquilo. Morir asusta, aunque quizá asuste más la muerte de otros que
la tuya misma. Morir implica enfrentarse a uno de los pocos misterios
que probablemente nunca alcancemos a comprender. Yo la veía vagar con
esos ojos que miraban sin ver, de un lado a otro, con la desesperación
pintada en unas pupilas tan negras como el iris. Tenía miedo, y también
podía olerlo. Cuando estaba de pie, apenas aguantaba unos segundos,
abrazada como un koala a mí, o a cualquier otra persona que la hubiera
ayudado a ello. De vez en cuando nos preguntaba si el corazón aún le
latía, o si la sombra del sillón era la muerte. No tía, contestábamos,
es tu sobrina. Nos pedía a todos, uno por uno, que rezáramos por ella, y
pese a todo yo acababa haciéndolo. Solo por si acaso, por si esta vez
me escuchaba. Aunque no me atrevía a pedir más vida para ella, porque no
sabía si sería peor. Simplemente pedía que estuviera bien y tranquila.
Lo más curioso de todo fue la rapidez con la que llegó el declive. Una
semana antes, ella me decía que fuera a verla a solas, para darme
caramelos y criticar a todos esos estúpidos de su alrededor, me decía,
sabiendo perfectamente que todos "esos estúpidos" podían oírla. Y
entonces, cuando la veía pedirnos que la lleváramos a la cama, y al
decirla que no se inventaba otra excusa renovada y aún mejor, yo sabía
que no estaba loca. Que sabía lo que decía, que era tan lista como
siempre. Y que precisamente por ello estaba aterrada, como un niño ante
un precipicio.