miércoles, 16 de marzo de 2011

"Perdona este final.
Ya sabes que en la vida sobran siempre las
últimas escenas.

La última hora de una noche de amor.
El último día de un viaje.
La última carta.
La penúltima copa.
Perdona este final.

Llueve,
me odias,
los bares cierran".


Cada vez que me leíste este poema, o cuando lo veía de refilón al practicar mi vieja costumbre de caminar en círculos por el rechinar del parquet de tu habitación, pensaba que le faltaba un verso. Tampoco me pareció importante durante los meses que pasé refugiada del invierno entre tu piel y la manta que nos separaba del mundo. Pero cuando el verano amaneció y mi desordenada mata de rizos comenzó a agruparse en un aún más desordenado moño me di cuenta de que había cosas en ese mundo que quería conocer. A veces lo recuerdo como un segundo nacimiento. Sobre todo porque le reabrí los ojos a la vida. Es cierto que las primeras veces que me reencontré con todo aquello que me hizo replegarme en ti dolieron más de lo que puedes llegar a comprender. Durante esos meses llegué a entender que, hasta que no supe el por qué, no supe revivir. Aún no sé como mirar a alguien a los ojos cuando sonrío como sin querer entre las luces, y a veces no me atrevo a pisar lo que antes fue mi casa. Hay veces que solo deseo volver a mi manta, con esas películas de utopías que me enseñaste a veces, en las que aparecía Roma por cada susurro, o a tu cocina a intentar crear las cosas más extravagantes con un poco de azúcar y veinticinco gramos de risas. Fuiste lo único que me ató a la realidad cuando todo lo demás se vino abajo.

Decías que mis ojos te contaban historias cuando dormían. Conocí a un gran escritor de haikus que me dijo que nunca me abandonara a mí misma y creo que lo he hecho. Me asusté el día que me di cuenta de que nada de lo que antes me pertenecía era mío ya. Mis exponentes pertenecían a otras. Me perdí en el caos de los sinnombres.

Entendí por qué faltaba un verso.

Nunca existirá el último beso.