miércoles, 19 de mayo de 2010

Calle de las Rosas Nº 14


Vivía en una de esas calles extrañas que se observan con miedo por la noche, oscuras y retorcidas. Como un espejo cóncavo, o convexo. Como los del callejón del Gato. Como el crecimiento exponencial de la historia. Como los delirios que aquella noche la mantenían en cama, alumbrada tan solo por la triste luz anaranjada de la solitaria bombilla que colgaba de su techo, agrietado y blanco roto. Un pequeño y destartalado catre sostenía su cuerpo, a apenas treinta centímetros del suelo. Las chinches daban cuenta de su malestar y ella solo podía revolverse. Sola. Oía el jaleo de allá fuera. No de su calle. Sino de lejos. Muy lejos. Pero lo oía. Una escurridiza lágrima corrió por su mejilla hasta perderse en el intento de almohada, más plana aún que ella misma. Aquellas fiebres la habían dejado aún más débil de lo habitual. Sudaba. Recordaba. Era una niña por aquel entonces, una niña que llegó en la profunda noche a aquella casa. Le daba miedo. Lloraba. Terminó amando esa calle que la había visto vivir. Terminó siendo como aquella calle. Oscura, retorcida, profunda. Propia. Bellísima.

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