domingo, 27 de noviembre de 2011

Él susurraba una y otra vez que ella era una buena persona. Cada una de las veces ella se estremeció. Le caían en la nariz mechones de pelo que brillaban a la luz de la farola más cercana, mientras su mano derecha hacía una doble función: sujetar la frente de su amigo mientras potaba y eliminar el sudor de esa misma, a pesar de encontrarse a finales de noviembre y a pocos grados por encima del cero. Su mano izquierda le sujetaba el móvil en la oreja izquierda de él, pues insistió en continuar la conversación. Y precisamente que la hubiera continuado era lo que hacía que ella, en precario equilibrio sobre las puntas de sus pies, tras él, se estremeciera por sus palabras.
Fue como si no se hubiera duchado desde la navidad pasada, cuando casi le parte la cara en la cena anual. Al oírle decir eso, sabiendo que estaba lo suficientemente consciente como para saber de sobra lo que decía y con quién hablaba, se sintió renovada. Casi como si aquello nunca hubiera pasado, como si siempre hubiera estado con ella, y nunca hubiera dudado.
Se despejó aquello de la cabeza y se acercó el móvil a su propia oreja mientras él volvía a vomitar. 
-Es la segunda vez que vomita.
Al otro lado del teléfono se oyó responder otra voz femenina. 
-Ya le oigo. Avísame cuando esté mejor.
-De acuerdo. Te dejo ciao.
Colgó con el pulgar y se las apañó para devolverle el móvil al bolsillo de su abrigo.
-Estoy mejor.
-Te dije que debías haber potado antes.
-Ay, cállate.
Él hizo un amago de ponerse en pie, y ella se pasó su brazo izquierdo por encima de los hombros para ayudarle a caminar. Una estampa típica en aquel parque segoviano.

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